Este artículo fue realizado por integrantes de la organización Madres Víctimas de Trata a partir de sus experiencias tanto académicas en el ámbito jurídico como terrenales lidiando con la trata de personas y la prostitución.
Últimamente hemos visto cómo circulan falacias y malos entendidos acerca del abolicionismo como corriente de pensamiento, como ideología política e instrumento de militancia. Hace unos días pudimos ver todas esas interesadas confusiones juntas, en un artículo de un medio presuntamente feminista conocido como Latfem noticias.
Es necesario, nuevamente, aclarar unos cuantos tantos. El artículo parte del cuestionamiento de si Argentina es efectivamente un país abolicionista como solemos decir las militantes y sobrevivientes. Se propone “desentrañar” la legislación en la que nos amparamos para combatir al sistema prostituyente, pretendiendo encontrar en la esencia de ésta una verdad oculta: la presunción de que, como ninguno de los tratados internacionales a los que adscribe nuestro país prohíbe la prostitución autónoma ni dice nada del “trabajo sexual”, entonces la legislación de la República Argentina no es abolicionista.
Nos preguntamos: ¿Abolicionismo es prohibicionismo? ¿El abolicionismo se define por una esencia punitivista que, al no figurar en estos tratados nos quita el carácter abolicionista del sistema prostituyente como país, en términos jurídicos? Lo adelantamos desde ya: abolir no es prohibir. Uno de los pilares fundamentales del abolicionismo como corriente genuinamente feminista es precisamente la no criminalización de las mujeres, trans y travestis en situación de prostitución. El no-prohibicionismo no convierte a una ley en no-abolicionista: todo lo contrario. De hecho, el antipunitivismo constituye gran parte de la esencia del abolicionismo. Pero vamos por partes.
En principio, como bien dicen desde Latfem, no hay un sólo protocolo ni tratado internacional que prohíba o busque prohibir la prostitución. Esto es algo que queda estrictamente en decisión el ordenamiento interno de cada Estado. Ahora, ¿Cuál es el compromiso que se asume al ser parte de estos tratados? En principio se busca erradicar la trata de personas con fines de explotación, incluyendo la “explotación de la prostitución ajena”. Sin dejar de lado que se insta a los Estados a que no castiguen o repriman a las personas que ejercen la prostitución. Lo que se busca es reprimir y castigar a quienes explotan física o económicamente a las personas que son víctimas de este delito.
Más adelante, el artículo alude al Convenio para la Represión de la Trata y la Explotación de la Prostitución Ajena (1949), exponiendo que fue ratificado por nuestro país en época dictatorial, y colocándolo erróneamente como el fundamento principal del abolicionismo en Argentina. Esto es un error ya que no hablamos de abolición de la prostitución en Argentina gracias al convenio de 1949. Ese convenio no constituye la esencia ni el fundamento de lo que consideramos como el carácter abolicionista de nuestra nación. Si bien es verdad que se promovió este tratado luego de la segunda Guerra Mundial, este no es del cual se desprende lo concerniente a trata en nuestro ordenamiento interno.
En el 2002 entró en vigencia el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente orientado a mujeres y niños (conocido como Protocolo de Palermo) que surge de una convención anterior, producida a nivel mundial para luchar contra la delincuencia organizada transnacional. De ese convenio se desprendió el protocolo contra la trata, el cual entró en vigencia en Argentina en 2002 y con base en él fue que se elaboró finalmente en 2008 la ley de trata que modifica el código penal argentino para empezar a reprimir a los que practican este delito, es decir, a quienes explotan a otras personas sexualmente o laboralmente.
El convenio de 1949 no constituye la esencia ni el fundamento de lo que consideramos como el carácter abolicionista de nuestra nación.
En todos los tratados, leyes y protocolos al respecto se habla de la explotación sexual ajena. Dentro este concepto se contempla tanto la explotación de la prostitución de otra persona como otros tipos de explotación sexual tales como la pornografía infantil. Si bien el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas vigente desde 2002 es en el que se basa el ordenamiento interno, en general todos los tratados en esta materia se refieren a lo que sería la explotación de la prostitución ajena. Esto es lo que se condena y se persigue: no la prostitución autónoma, sí la explotación sexual. Y éso, lejos de anular el carácter abolicionista de nuestro Estado, es la esencia por excelencia de la propuesta abolicionista.
Otro punto en el que estriba el artículo mencionado, así como gran parte de la retórica reglamentarista, es la cuestión del consentimiento. Que en el convenio de 1949 o en cualquier otro instrumento legal se mencione que el proxenetismo será penalizado incluso existiendo consentimiento de la persona explotada quiere decir que la explotación de la prostitución ajena es explotación de todos modos, que constituye causal de delito aunque la persona manifieste haber consentido y NO representa un avasallamiento de la voluntad ni del consentimiento de las mujeres porque ninguna mujer consiente ser explotada. Que una persona extraiga ganancias de explotar sexualmente el cuerpo de otra persona es proxenetismo aunque esa mujer afirme estar de acuerdo y eso, cuanto mucho, al único al que "avasalla", es al proxeneta que está aprovechándose de su situación.
Por otro lado, en los convenios más actuales, cuando se habla de trata, no se limita esta noción sólo a la explotación sexual sino también a la laboral, pudiendo afectar también a hombres, niños y niñas. Cuando se habla de que el consentimiento no se tendrá en cuenta se está pensando específicamente en que la mayoría de las veces se da el “consentimiento” de parte de las víctimas, debido a que su situación o la de su familia entera es tal que no tienen otra alternativa para seguir subsistiendo. Lo más frecuente es que la explotación se inicie de modos menos bruscos, simplemente se capta a la víctima, sin que medien maneras forzosas como el secuestro o la violencia explícita que imperan en el imaginario popular. Porque las personas que acaban siendo explotadas suelen estar en una situación de tal vulnerabilidad y precariedad que hay quienes se aprovechan de eso no sólo para la explotación sexual o laboral, sino que es algo que también sucede cuando se insta a personas vender sus órganos, a vender niños, etcétera. Dentro del protocolo de Palermo se contempla la venta y tráfico de niños, la servidumbre, el trabajo forzoso y la venta de órganos, todo junto bajo el mismo concepto.
Esta utilización de la noción de “consentimiento” que sugiere que el Estado, legislación mediante, pretende avasallar la voluntad de las mujeres como si se tratara de un criterio que sólo se aplica a los casos de trata que involucran mujeres prostituidas no constituye otra cosa que una maniobra retórica de quienes han escrito el citado artículo. Esta estrategia busca reforzar la idea de que la prostitución equivale a empoderamiento femenino, y que todo lo que pueda interponerse en su camino será un acto antifeminista de impugnación de nuestras autodeterminaciones. Curiosa autodeterminación, en todo caso, aquella que consiste en someter nuestros cuerpos a los designios de uno o más hombres, proxenetas, que obtengan beneficio económico de la puesta en juego de nuestros cuerpos sin ellos mover un dedo. Curiosa autodeterminación aquella que convierte a las mujeres en mercancías siempre accesibles a los hombres que gusten de consumirlas con sólo un billete de por medio.
Bajo la condición de que el consentimiento no supone causal de eximición no se busca anular las decisiones de las personas, sino a tener en cuenta que esas personas casi siempre acceden por estar en situación de vulnerabilidad y que los explotadores no son menos explotadores por mucho que él o la explotada haya “consentido”. La prostitución en verdad autónoma no es penada por ninguno de estos instrumentos legales mencionados, y penalizar a quienes explotan a las mujeres no es precisamente avasallarlas a ellas.
Resulta interesante la manera en que parecen querer hacernos creer que lo que es perjudicial para los proxenetas, tratantes y explotadores es también dañino para las mujeres prostituidas, cuando los únicos a quienes avasalla el hecho de no tener en cuenta el consentimiento de la persona explotada es justamente a quienes la explotan.
El abolicionismo no busca victimizar ni perjudicar a mujeres, trans y travestis porque, por el contrario, se opone a la penalización, persecución y criminalización de las personas en situación de prostitución. A quienes apunta, como criminales, es a los hombres que abusan de una situación de necesidad económica y de desigualdad estructural, por la que el poder patriarcal somete a las mujeres a los designios del poder de los hombres. El abolicionismo persigue proxenetas y varones prostituyentes, aquellos que pagan por sexo como si las mujeres fuéramos sus bienes de consumo sin preguntarse por un segundo si la mujer que están consumiendo no será la chica desaparecida que salió en el noticiero la semana pasada, o si la persona que están comprando no estará en verdad siendo explotada por un proxeneta de quien depende por completo. Porque este es el verdadero enfoque del abolicionismo: dejar de centrarnos en una innecesaria disputa moral de si los accionares de las mujeres están bien o mal y poner nuestra atención en los hombres como puteros, tratantes y proxenetas.
Se cansan de mencionar, en el citado artículo, que el abolicionismo se opone a que se reconozca el trabajo sexual, y con ésto parecen querer sugerir que, otra vez, las organizaciones que luchamos contra el sistema prostituyente nos oponemos al acto individual de ejercer la prostitución. Ya dijimos que no. Una vez más, se trata de buscar la puesta en práctica de políticas públicas que en el corto y largo plazo generen oportunidades reales de acceso a trabajo, vivienda, salud y educación que anulen esa desigualdad estructural cuya máxima cristalización se halla hoy día en el sistema prostituyente. Lo que reclamamos es que cualquier persona dentro del sistema prostituyente, sin importar su nombramiento individual –ya sea víctima, trabajadora, sobreviviente, entre otros– pueda acceder a los derechos enmarcados en la ley sin ningún tipo de restricción.
A lo que sí nos oponemos es a lo que en verdad defiende el reglamentarismo detrás de su disfraz retórico. Si sabemos que la prostitución independiente y autónoma no es ilegal en Argentina y puede ejercerse sin penalización, si sabemos que los tratados firmados no atacan ni prohíben la prostitución individual sino la ajena, entonces ¿cuál es realmente el motivo detrás de la reglamentación propuesta? ¿Trae beneficios o supone más conflictos y riesgos para las personas inmersas en el sistema prostituyente?
El abolicionismo no busca victimizar ni perjudicar a mujeres, trans y travestis porque, por el contrario, se opone a la penalización, persecución y criminalización de las personas en situación de prostitución.
Reconocer a toda la prostitución como “trabajo sexual”, no significaría otra cosa que revestir con carácter de trabajo a la explotación sexual porque, estamos hartas de repetirlo, la realidad casi absoluta de la prostitución es la explotación, el proxenetismo, la trata. Desde el abolicionismo no negamos la existencia del trabajo autónomo, sino que sostenemos que, guiándonos por las estadísticas, esto representa a un porcentaje mínimo del sistema prostituyente. Dentro de este mundo, una mayoría de las personas se encuentran sometidas a la trata de personas y la explotación sexual, y la otra ingresa a la prostitución no por deseo sino por necesidad, ya sea social o económica.
Cuando se llama trabajo sexual a la prostitución lo que se hace es un doble movimiento: homogeneizar el universo de mujeres, trans y travestis prostituidas bajo ese ideal de “las mujeres que libremente eligen la prostitución como un trabajo, en autonomía, soberanas de su cuerpo”, e invisibilizar, ocultar deliberadamente y silenciar, a la vez, la realidad, totalmente contraria a ese ideal: el sistema prostituyente es uno, y en él imperan por arrasadora mayoría el proxenetismo y la trata de personas.
Habiendo llegado a este punto, cabe hacer otro señalamiento: cuando corremos el foco de la mujer y lo ponemos en el putero, en el consumidor de prostitución, aparecen otras cuestiones que en las leyes que quiere instalar el reglamentarismo no se habla. Ya que un varón prostituyente, si se reglamenta el ejercicio de la prostitución como trabajo sexual, pasará a ser un consumidor, y como consumidor tendrá leyes que lo amparan. Entonces, si es un consumidor, y si se llegase a contagiar una enfermedad, ¿De qué manera se va a abordar esto, si se considera que en una relación de consumo el consumidor es el que está en desventaja? Algo aún más importante para las personas que están en situación de prostitución o, llegado el caso, para las trabajadoras sexuales ¿qué ART tendrían? ¿Cómo se va a abordar la cuestión en caso de que contraigan una enfermedad grave? ¿A qué edad se debería establecer su edad jubilatoria? ¿Cuál seguro de vida van a tener? Todas estas cuestiones no se resuelven simplemente siendo autónomas, ya que en el trabajo autónomo no se accede a esto asi como si se trabajara bajo una relación de dependencia. ¿Qué va a pasar si, por motivos de enfermedad o de algún accidente, ya no pueden seguir atendiendo a sus “consumidores”?
Hay una gran cantidad de puntos sobre la seguridad de las mujeres, trans y travestis prostituidas que estos proyectos de ley tan promovidos por el proxenetismo no mencionan, y no es casual. En verdad, en lo fundamental, se supone que la reglamentación propuesta debería estar enfocada en éso, porque si no, ¿qué derechos van a tener las trabajadoras sexuales? ¿De qué derechos nos hablan cuando sus proyectos sólo se orientan a garantizar un producto en condiciones, a asegurar al consumidor y a limpiar ganancias millonarias Estado y ley mediante? No hablan jamás, estos proyectos de reglamentación tan pintorescos y engrandecidos, de esos temas en particular que son bastante importantes si queremos hablar de derechos humanos.
Esta jugada no es inocente: distorsionando y ocultando la realidad de esta manera, nos hacen creer que cuando hablan de reconocer el trabajo sexual se refieren a ese universo ficticio de mujeres totalmente autónomas que desean reivindicarse en tanto tales sin suponer perjuicios para las explotadas. Pero cuando los sectores en ello interesados hablan de institucionalizar el trabajo sexual, aunque nos transmitan esa imagen ideal por ellos reproducida, saben muy bien a qué se refieren: a la realidad material. Cuando hablan de reconocer la prostitución como trabajo sexual aluden a otorgar un marco legal a una situación que en la realidad no es otra cosa que la explotación y la trata. El fin del lobby proxeneta se revela, por tanto, como la legalización del proxenetismo.
¿Por qué, si no, tanto empeño en atentar contra la ley de trata, si la ley de trata no se opone a la prostitución autónoma? Lo que la ley de trata penaliza es el proxenetismo, la explotación sexual. Aquella actividad de la que el lobby extrae sus jugosas ganancias y que se configura por su magnitud como uno de los tres delitos más lucrativos a nivel mundial. ¿Por qué, si no, tanto empeño en generar malos entendidos y confundir abolicionismo con prohibicionismo para desestimarlo?
Si bien es verdad que hay países en el mundo donde sí se pena el ejercicio de la prostitución, en esos casos, con los tratados de derechos humanos, se trata de ir llevando a esos Estados a dejar de penarlo: siempre y cuando no haya otra persona explotando.
Argentina es un país abolicionista en el derecho porque ha ratificado tratados, precisamente los citados, que se oponen a la trata de personas con fines de explotación, pero también porque no penaliza ni criminaliza a la prostitución autónoma. Y ésa es la esencia del abolicionismo. Ni perseguir a las mujeres, ni penalizarlas, ni impedirles ningún tipo de decisión sobre sus cuerpos: resistir contra quienes se los apropian, erradicar el entramado que nos consume conforme a la lógica patriarcal y permitirles la libertad de decidir.
El proxenetismo nos tiene acostumbradas a la promesa de venir a defender los derechos de las mujeres prostituidas: a aquella operación discursiva que disfraza de “derechos” lo que en verdad sería la institucionalización y la legalización de la explotación de nuestros cuerpos.
También se toma las molestias de dirigir, de cuando en cuando, ciertas acusaciones contra el abolicionismo en este ámbito. El artículo menciona una “impronta antiderechos” de parte de nuestro movimiento, la cual impediría la generación de políticas activas para mujeres, trans y travestis. Esta afirmación no puede ser más incongruente. ¿Antiderechos? ¿Quiénes? El abolicionismo nace de las propias mujeres en situación de prostitución, de familiares y sobrevivientes, de víctimas de trata y de madres que buscan a sus hijas y como tal, como movimiento reivindicativo de las mujeres prostituidas, se propone precisamente garantizar y defender sus derechos humanos, al igual que los tratados e instrumentos jurídicos que nos respaldan.
Llegado a este punto, cabe hacernos algunas preguntas. Si la prostitución, en la realidad y lejos de la imagen distorsionada y mentirosa que nos vende el lobby proxeneta, es un sistema compuesto de hombres con poder político y económico que se apropian de las ganancias generadas con la prostitución de las mujeres, ¿no es, acaso, una expresión de la violencia contra las mujeres? ¿Si ser cosificadas e instrumentalizadas por terceros para obtener ganancias y someter nuestros cuerpos a sus dictados sexuales no es violencia contra nosotras, qué cosa lo es? ¿Qué mayor violencia puede existir cuando te colocan como un objeto de consumo o al que pueden comprar o alquilar, matar o explotar? ¿No es una defensa de nuestros derechos humanos oponernos a ser explotadas sexualmente?
El abolicionismo propone erradicar el sistema prostituyente – ese circuito sumamente redituable monetariamente de explotadores y consumidores de mujeres- por la vía, precisamente, de políticas públicas efectivas que garanticen el acceso a trabajo, salud y vivienda, sin oponerse jamás a la prostitución autónoma ni a las mujeres que se encuentran en situación de prostitución bajo cualquier condición.
El abolicionismo nace de las propias mujeres en situación de prostitución, de familiares y sobrevivientes, de víctimas de trata y de madres que buscan a sus hijas y como tal, como movimiento reivindicativo de las mujeres prostituidas, se propone precisamente garantizar y defender sus derechos humanos, al igual que los tratados e instrumentos jurídicos que nos respaldan.
A nuestro parecer y teniendo esto en cuenta ser “antiderechos” se parece menos a la búsqueda del fin de la explotación por medio de políticas públicas concretas, y más, en todo caso, a pretender legalizar la explotación sexual. Antiderechos es presionar por descriminalizar a los proxenetas que se benefician del abuso de nuestros cuerpos. Antiderechos es reducirnos a mercancías y pretender legitimar socialmente la violencia patriarcal capitalista contra las mujeres disfrazando este afán de feminista y pro-derechos. Antiderechos es elaborar y reproducir un discurso falso sobre la realidad de la prostitución con el fin de legalizar lo que es su esencia real y verdadera: la explotación sexual, la violencia sistemática que recae sobre nosotras para alimentar un circuito misógino que se alimenta de nuestra carne, de nuestras humanidades, de nuestras vidas y de las vidas de aquellas a quienes amamos con el fin de eliminar todo obstáculo a la generación de esa cantidad desorbitante de ganancias que ingresan día a día a los bolsillos de los explotadores. Antiderechos es pretender legitimar, legalizar y reglamentar la violencia sistemática sobre la que se sostiene el patriarcado para que la rueda siga girando a expensas de todas nosotras.
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